Si algo tienen en común el terremoto de Chile de 2010, los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 y el huracán Katrina, aparte de su naturaleza catastrófica y su baja probabilidad de ocurrencia, es que la búsqueda de la manera óptima de gestionar sus consecuencias constituye la preocupación principal del Wharton Center for Risk Management and Decision Processes de la Universidad de Pennsylvania.
Dos de sus miembros, en concreto su co-director, H.Kunreuther, y su director ejecutivo, E. Michel-Kerjan, junto con el profesor M.Useem, director del Wharton Center for Leadership and Change Management, han publicado recientemente un libro sobre el mencionado terremoto: “Leadership dispatches. Chile’s extraordinary comeback from disaster”. El libro, cuyo título podría traducirse al castellano como “Ejercicios de liderazgo. La extraordinaria recuperación de Chile desde el desastre”, cuenta cómo el país, enfrentado a uno de los mayores desastres naturales del que sus habitantes tenían experiencia, fue capaz, con la colaboración de toda la población y el tejido empresarial y con una gestión muy eficaz por parte de sus líderes políticos, de recuperarse económicamente en un tiempo relativamente corto, convirtiéndose en un modelo a seguir en cuanto a la reacción a desastres naturales se refiere.
Los autores, cuya actividad profesional consiste en analizar la actuación en situaciones extremas de personas y organismos con responsabilidad en la toma de decisiones y en determinar qué estrategias se pueden aplicar para aumentar la efectividad en la gestión del riesgo, utilizan el terremoto chileno como ejemplo con el que ilustrar cómo debe gestionarse la recuperación después de una catástrofe.
Tras realizar un concienzudo proceso de documentación (entrevistas a los protagonistas y visitas a las zonas afectadas incluidas) los autores cuentan, con intención didáctica y con la vocación práctica frecuente en los autores americanos, la historia de la rápida recuperación de Chile tras el terremoto de 2010.
Los hechos podrían resumirse así: el terremoto, de magnitud 8.8 Mw., tuvo lugar en la madrugada de una noche de verano mientras los chilenos dormían. El foco se situó a 30,1 km de profundidad bajo la corteza terrestre. Tuvo una duración de hasta 4 minutos en las zonas cercanas al epicentro y de más de 2 minutos en la capital. En las zonas más afectadas se concentraba cerca del 80 % de la población del país. Liberó tal cantidad de energía (100.000 bombas atómicas como la de Hiroshima en 1945) que paralizó el país durante semanas, mató a 533 personas, afectó a más de 2 millones de habitantes, interrumpió las comunicaciones, arrasó ciudades enteras, destrozó carreteras, hospitales, colegios, casas y negocios. Sólo 35 minutos después del seísmo, y como consecuencia de él, un tsunami de magnitud 8.3 Mw., no detectado por ningún servicio de vigilancia, arrasó las costas chilenas, destruyendo varias localidades que ya se habían visto previamente afectadas por el temblor. Las pérdidas económicas totales representaron el 18% del PIB chileno.
Desafortunadamente, el terremoto se produjo sólo unos días después de que el presidente del gobierno, Sebastián Piñera, hubiera ganado las elecciones, con el gabinete saliente en funciones y el nuevo equipo de ministros todavía sin nombramiento oficial. En un país conmocionado y con una economía maltrecha y sin reservas disponibles para hacer frente a los 30.000 millones de dólares en pérdidas (cifra que equivaldría en Estados Unidos a 2,7 billones de dólares si se midiera en proporción a su PIB), el presidente puso al frente de la gestión de la catástrofe a un equipo con no demasiada experiencia política pero buenas habilidades gestoras y con el compromiso hacia la población de dar por terminado el proceso de reconstrucción en 4 años. La financiación necesaria para la recuperación llegó por distintas vías, principalmente las indemnizaciones pagadas por las compañías aseguradoras chilenas, las reaseguradoras internacionales, las ayudas gubernamentales y las donaciones privadas y se apoyó en una movilización generalizada de la sociedad civil.
Sorprendentemente, un año después del desastre la economía chilena estaba creciendo un 6%, cuando la economía mundial estaba aún tambaleándose por los efectos de la crisis financiera de 2008-2009. La gestión de la crisis obtuvo el reconocimiento internacional: la OCDE hizo a Chile miembro permanente en 2010 y fue uno de los países invitados por el G20 a participar en su cumbre de 2012 celebrada en Ciudad de México.
El libro hace un repaso, a lo largo de 221 páginas, de cuáles fueron las claves que facilitaron la recuperación, qué personas estuvieron al mando y cómo ejercieron el liderazgo, qué decisiones se tomaron y cómo se llevaron a la práctica. El terremoto va sirviendo de vía a lo largo del libro para realizar un análisis de las estrategias de liderazgo y de las actuaciones a llevar a cabo para hacerse cargo de una situación de emergencia nacional. Las recomendaciones se recogen en distintos cuadros resumen para que su consulta resulte de fácil acceso. Es de destacar que los autores se centran en las acciones positivas llevadas a cabo por el gobierno de Chile, dejando a un lado los errores.
Al final de cada capítulo se proporciona una lista de todas las acciones que las personas al mando de una emergencia de este tipo deben comprobar si se han puesto en práctica en cada ámbito de actuación. En el terreno asegurador los consejos son obvios: fomentar entre la población el aseguramiento contra los riesgos catastróficos y recurrir al reaseguro internacional por parte de las aseguradoras locales para asegurar el pronto pago de las indemnizaciones y evitar así, en la medida de lo posible, que la población tenga que recurrir a la ayuda estatal.
El libro termina con los “diez mandamientos” para liderar la recuperación después una gran catástrofe y con una lista de “los errores en los que nunca se debe caer” extraídos de la experiencia chilena.