Riesgos crecientes: el papel del seguro
Subdirector de Estudios y Relaciones Internacionales
Consorcio de Compensación de Seguros
Vivimos en un tiempo de máximos: Nunca hemos sido tantos humanos sobre el planeta. Se estima que los 8.000 millones que poblamos la Tierra representamos el 7 % de todas las personas que han vivido a lo largo de la historia de la humanidad. Tampoco ha sido nunca tan alto el valor de nuestra producción económica, en 2023 el PIB mundial fue de 105,4 billones de dólares EE.UU. No hace tanto, en el año 2000, este PIB era de 33,84 billones (en dólares de hoy). Es decir, del siglo XXI ha transcurrido apenas la cuarta parte y, según el Banco Mundial, el valor económico de la producción humana se ha más que triplicado en este tiempo. La media anual de la tasa de crecimiento del PIB global en la década 2014-2023 ha sido del 2,76 %, incluso habiéndose presentado en este periodo la mayor pandemia global de los últimos 100 años, que supuso un importante retroceso durante 2020. Es decir, nunca ha habido en el mundo tanta exposición ni en términos de vidas humanas ni en términos económicos.
Este crecimiento poblacional y económico no ha sido homogéneo en todas las regiones, unas lo han hecho a un ritmo muy superior a otras, pero lo que sí es común es que se sigue basando en una economía de consumo que sigue generando la mayor parte de su creciente demanda energética a partir de la quema de combustibles fósiles. También estamos en máximos, por tanto, de generación y demanda energética y de emisión de gases de efecto invernadero. En 2022 la emisión de gases de efecto invernadero alcanzó la cifra de 53.850 millones de toneladas de CO2 eq 1El CO2 eq, CO2 equivalente o equivalente de CO2, es una medida en toneladas de la huella de carbono, donde todos los gases de efecto invernadero distintos al dióxido de carbono son convertidos en su valor equivalente a éste..(se abrirá nueva ventana). Si bien el crecimiento de estas emisiones ha sido proporcionalmente mucho menor –en el año 2000 fueron 44.770 millones de toneladas de CO2 eq, lo que implica que aunque las emisiones per cápita sólo hayan aumentado a nivel global de 4,1 a 4,7 toneladas/año–, en lo que va de siglo se han añadido 1.920 millones de habitantes más al planeta y ésta es la principal causa del aumento de las emisiones.
No queda ninguna duda científica sobre la atribución del calentamiento global a este cambio en la composición atmosférica por las emisiones que genera la actividad humana, a través del forzamiento radiativo que estos gases producen en el sistema climático terrestre. Este aumento de temperatura, ya prácticamente de 1,5 °C sobre el periodo preindustrial, es además la causa más que probable de cambios en los patrones meteorológicos y de una mayor irregularidad y mayor intensidad, cuando se producen, de las precipitaciones. Todo esto implica que el peligro también se está viendo agravado por el calentamiento global.
Explicado con una sencilla analogía, somos cada vez más personas encerradas en una habitación con un boxeador soltando puñetazos a diestro y siniestro, al que alimentamos más y más para que se haga más fuerte. Aumentando la exposición (el número de sujetos encerrados) y el peligro (la fuerza y resistencia del boxeador), cada vez es más difícil no llevarse un golpe. Las soluciones a largo plazo pasan por debilitar al boxeador, pero de momento no hacemos más que alimentarle más y mejor –en buena parte porque los productores de suplementos deportivos controlan la economía de la sala e influyen en las decisiones de sus moradores–; por aprender por dónde se mueve el boxeador con mayor frecuencia y evitar en lo posible esas zonas; y por dotarnos de cascos y otras protecciones para limitar así nuestra vulnerabilidad a los golpes.
Volviendo a la realidad, el calentamiento global está agravando el peligro al que se exhibe una cada vez mayor exposición económica y humana, y ambas son las causas de un aumento en los daños que afrontan las sociedades. Otra consecuencia de este aumento de la población y de la actividad económica es el desarrollo urbanístico e industrial de grandes áreas que, en tiempos preindustriales cuando la población tenía la capacidad innata de saber leer e interpretar el territorio, eran dedicadas, en todo caso, a la agricultura. La ocupación masiva de zonas de aluvión, llanas y donde es relativamente fácil urbanizar y desarrollar infraestructuras de toda índole, acarrea inevitablemente un aumento de la exposición en zonas con un alto peligro de, por ejemplo, inundación. Dado que el riesgo es el producto de peligro (que en la mayoría de los casos aumenta como consecuencia del calentamiento global), la exposición (que como hemos visto ha tenido un crecimiento casi exponencial) y la vulnerabilidad, la opción más factible para contener el riesgo es controlar esta última.
La vulnerabilidad tiene dos componentes: la susceptibilidad –la mayor o menor propensión de un bien expuesto a ser dañado por un peligro– y la capacidad de respuesta –un concepto social que tiene que ver con la mayor o menor celeridad de una sociedad afectada por la manifestación de un riesgo en volver a la normalidad–. El seguro es un mecanismo al que la sociedad, individual o colectivamente, transfiere estos riesgos cuando se manifiestan.
Por medio de la indemnización de los daños, el seguro permite mejorar la capacidad de respuesta y, por tanto, reducir la vulnerabilidad de una sociedad. De ahí la importancia de que el seguro funcione bien para cubrir daños catastróficos, puesto que es un medio contractual de resarcir los daños a los asegurados y también es una forma útil de proteger el presupuesto público, que puede destinarse a otros fines, como la adaptación. La relación entre los daños totales y los daños asegurados se denomina brecha de protección. A nivel global se estima que aproximadamente dos terceras partes de los daños que se producen por catástrofes naturales no están cubiertos por el seguro, lo que sobrecarga a los individuos, a las sociedades y a los organismos gubernamentales o multilaterales que tienen capacidad de compensar, por lo menos, parte de esas pérdidas económicas.
El aumento del nivel del peligro y el aumento de la exposición están tensionando los sistemas aseguradores en algunos casos y jurisdicciones, con una manifestación muy importante de la selección adversa: como consecuencia del aumento de la siniestralidad aumentan las primas, menos personas tienen la capacidad económica de afrontar su pago y por tanto aumenta la brecha. En el caso del reaseguro, se endurecen las condiciones a las cedentes y el resultado final es que ya se han dado casos puntuales, sobre todo en el mercado estadounidense, de aseguradoras y reaseguradoras que limitan su exposición. Obviamente, esto es una mala noticia, puesto que se consigue la viabilidad del negocio asegurador al coste de que éste deje de ser relevante allí donde más falta hace.
Por todo ello, se están buscando formas complementarias para que el seguro siga siendo relevante. Esas formas pasan por una mejor definición de las coberturas y condiciones de los contratos de seguro y reaseguro, por nuevos productos como los seguros paramétricos o los bonos de catástrofe. Otras opciones involucran la participación del sector público de alguna manera, sea desde la regulación, habilitando vías para el aseguramiento, como mediante la participación de aseguradoras públicas que cubran los daños causados por determinados peligros. En realidad, no se trata en absoluto de sustituir al mercado y a su forma tradicional de seguro y reaseguro, sino de complementarlo y reforzarlo para que siga funcionando correctamente y siga prestando su labor social fundamental de protección. En ninguna jurisdicción donde se aplica alguna de las medidas anteriores éstas sustituyen al mercado, sino que se incorporan en tramos, situaciones o peligros determinados al modelo básico anterior.
España es uno de esos ejemplos. Para el aseguramiento de bienes y personas, incluida la pérdida de beneficios, las pólizas que suscriben las entidades aseguradoras se ven complementadas por la inclusión de una serie de peligros, los denominados riesgos extraordinarios, que deben estar obligatoriamente cubiertos por estas pólizas. Entre estos peligros están la inundación, las tempestades de viento, los terremotos o los atentados terroristas, cuya cobertura es prestada automáticamente por una aseguradora pública, el Consorcio de Compensación de Seguros (CCS). Para ello se aplica un recargo sobre estas pólizas (140 millones de pólizas cubiertas en 2023), que depende del tipo de bien asegurado y del valor asegurado. El resto de los peligros, incluyendo algunos meteorológicos, como todos los efectos directos de la precipitación sobre los bienes asegurados, incluidos la nieve y el granizo, están directamente cubiertos por el seguro privado, que reasegura sus carteras en los mercados. Esta disposición legal para la obligatoriedad de la inclusión de la cobertura de los riesgos extraordinarios hace que la brecha de cobertura para los riesgos catastróficos sea sensiblemente inferior a la de otros países de su entorno. Si a nivel global se estima que esta brecha es del 66 %, para la región de Europa, África y Oriente Medio es del 70 %(se abrirá nueva ventana). En España, según estimaciones, esta brecha es del orden del 45 %(se abrirá nueva ventana), lo que nos sitúa comparativamente mejor que otros países de nuestro entorno. Por ejemplo, en España, una media del 74 % de las viviendas está asegurada(se abrirá nueva ventana), así como, por definición, lo está la totalidad del parque automovilístico. Esto implica que todos los vehículos y tres de cada cuatro viviendas estén asegurados contra los riesgos catastróficos más frecuentes, y este es un hecho bastante singular.
España no es, por supuesto, el único país que dispone de un mecanismo parecido, involucrando la participación público-privada para el aseguramiento de una lista de riesgos catastróficos. Entre los ejemplos(se abrirá nueva ventana) podríamos citar el modelo francés de aseguramiento de catástrofes naturales, con la participación de la reaseguradora pública Caisse Centrale de Réassurance; la Comisión de Riesgos Naturales de Nueva Zelanda o el seguro de riesgos naturales de Islandia. Todos ellos comparten filosofías similares a la del CCS, con una extensión universal de las coberturas a un conjunto de varios peligros y aplican tarifas planas para todo el territorio. Otros proporcionan coberturas aseguradoras o reaseguradoras para un riesgo específico, como los seguros de terremoto de California, Turquía y Taiwán o el seguro de inundación del Reino Unido. Alguna de estas entidades, como el Pool Asegurador de Catástrofes Naturales de Turquía, está en pleno proceso para asumir la cobertura de más peligros y convertirse así en un sistema multirriesgo, tal y como hizo hace pocos años el Pool de Reaseguro del Riesgo de Terrorismo de Australia que, además de su cobertura original, ahora cubre los daños por ciclones tropicales. Otros países, como Italia, están en pleno proceso de diseño y puesta en marcha de sistemas de cobertura público-privada para algunos peligros y clases de riesgo. No obstante, el seguro de riesgos extraordinarios español es el modelo que, de forma muy asequible, cubre más peligros en más líneas de seguro, con una institución, el Consorcio de Compensación de Seguros, que además del seguro de riesgos extraordinarios lleva a cabo muchas más funciones para facilitar el buen funcionamiento del mercado asegurador español.
España tiene otra forma de asociación aseguradora público-privada para la cobertura de riesgos potencialmente catastróficos en el sector agrario. En este caso, esa colaboración se articula a través de un cuadro de coaseguro en el que participan cerca de dos decenas de aseguradoras privadas y el CCS, gestionado por una entidad privada, Agroseguro, y del que el CCS es el reasegurador. Las primas de los productores agrarios están subvencionadas a través de la Entidad Nacional de Seguros Agrarios (ENESA) y de las comunidades autónomas. Es un modelo con más de 40 años de experiencia, un alto grado de implantación y coberturas muy completas para la práctica totalidad de la producción agraria.
Cada vez es más obvio, como por desgracia comprobamos en España el 29 de octubre de 2024, que, como resultado de lo comentado anteriormente, estamos ante una nueva dimensión de las catástrofes. España ha entrado en la era de los daños asegurados milmillonarios, como sin duda lo serán los de la inundación producida al sur y este de Valencia, que, además del dolor por la pérdida de vidas humanas y por la afectación en las vidas de decenas de miles de personas, ha producido una devastación material enorme. Para el CCS se trata de la mayor siniestralidad de sus 70 años de historia. A la fecha de escribir estas líneas, el CCS ha recibido más de 237.000 solicitudes de indemnización, que es una cantidad que prácticamente cuadriplica el máximo anterior para una inundación, la de septiembre de 2019 que afectó especialmente a Murcia y Alicante. Ésta también es la hora de demostrar que el sistema español de riesgos extraordinarios puede dar una respuesta a este tipo de siniestros de enormes dimensiones, mediante un sistema original que permite la cobertura universal de todos los asegurados, a un coste mucho menor del de otros países y con el que, pese a la enorme dimensión y complejidad de las siniestralidades, los asegurados puedan recuperar el coste económico de sus daños, hasta el límite de los capitales asegurados en sus respectivas pólizas, en un tiempo razonable.
Ante este contexto de elevadísima exposición y unos peligros crecientes, el seguro, para ser más eficaz en su respuesta, e incluso para seguir siendo viable en determinados contextos, debe adaptarse y hacerse más resiliente. Algunas posibles formas de hacerlo pasan por:
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Aumentar la mutualización, de forma que siga siendo económicamente razonable la suscripción de una póliza, controlando la selección adversa, y para ello no deberían ser desdeñables las fórmulas que implican algún tipo de obligatoriedad en el aseguramiento o en la extensión de la cobertura. Con una mayor masa asegurada, en cantidad de pólizas y capital asegurado, se contribuye a disminuir la brecha de cobertura y a aumentar el capital necesario para hacer frente a los daños potenciales.
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Establecer una alianza entre el seguro privado y el sector público. Esta última parte puede participar a través de la regulación y de la disposición de aseguradoras públicas, o privadas en régimen de concesión, que se encarguen de la cobertura de determinados peligros por los que el mercado pueda tener menos apetito. Sin embargo, es importante que el mercado retenga parte del riesgo para que pueda realizar su función de selección de riesgos y aporte incentivos para la adopción de medidas de control y reducción del riesgo en los bienes asegurados.
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Que el sector asegurador en su conjunto coopere, aportando su conocimiento de los riesgos y sus datos de daños y experiencia siniestral y pericial, con todos los estamentos competentes en la gestión de las emergencias y en la reducción de los riesgos: las distintas administraciones, los organismos técnico-científicos y el sector académico, de cara a una mejor delimitación de las zonas de riesgo y de los usos del suelo en esas zonas, en el establecimiento de unos códigos de edificación que tengan en cuenta los peligros a los que hay exposición en esas zonas y en la gestión y reducción del riesgo, disminuyendo la susceptibilidad de los bienes expuestos a dañarse. El objetivo de lograr una sociedad más resiliente debe ser compartido. De no ser así, el coste de no tener en cuenta los riesgos a la hora de planificar y desarrollar urbanísticamente un lugar recae exclusivamente sobre algunos estamentos, como los particulares, el seguro y los presupuestos públicos, que pueden ver comprometida su viabilidad futura.
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La comunicación clara al conjunto de la sociedad de los riesgos a los que se expone y de la importancia de contar con un seguro como uno de los elementos de protección frente a los mismos.
En definitiva, ante este contexto cada vez más complejo, el seguro puede seguir siendo una herramienta que aporte resiliencia y sostenibilidad, siempre que los propios sistemas aseguradores lo sean y que se diseñen de forma que la resiliencia económica que aportan se sume al esfuerzo de otros estamentos, coordinadamente, para aumentar la resiliencia física.